
País Bassari, una región que te atrapa el alma.

Estas palabras brotan en un momento de flaqueza o, nostalgia más bien. A decir verdad no se trató de un momento muy cómodo que se diga.
Sentado en lo alto de una camioneta que circulaba por un camino repleto de baches y charcos, observando la selva y montañas en pleno corazón del País Bassari, dejando atrás tres salvajes días, la brisa de la mañana acariciando mi rostro y niños saludándonos a nuestro paso mientras esquivábamos cabras y algún que otro perrito que invadían el camino.
No sabía si intentar sonreír o dejarme llevar y llorarle libremente a una región de Senegal que me abrió, rompió todos mis esquemas y una vez embriagado de una belleza y humildad sin parangón, me vi ante la despedida más amarga que yo haya vivido hasta el momento.
A que o quien me estaba despidiendo es difícil de definir.
De repente mientras me daba cuenta de que los arboles quedaban atrás y las montañas y aldeas cada vez más lejos, empecé a recordar, pero no a recordar sin más no… a recordar con gran cantidad de detalles cada uno de los momentos que gracias a todos y a todo, viví con una intensidad que en ningún otro viaje antes.
A pesar del sol que ya empezaba a calentar y el ajetreo a causa de la conducción, sentía el frescor del agua, me sentía flotando en la pequeña laguna, sentía como las gotas de la cascada, aquellas más desprendidas del chorro y que parecían caer cual copos de nieve, las gotas más diminutas y finitas, se posaban en mi cara tras su inevitable caída libre desde lo alto de una pared rocosa, húmeda, vertical y sutilmente decorada con árboles que asomaban en lo más alto, creando quizás el más bello “skyline” que la naturaleza me ha regalado. Sin duda esa imagen que guardo en mi mente, es un regalo.
De repente el agua que sentía en mis mejillas era real, tímidas lagrimas que inevitablemente se las llevaba el viento mientras la realidad me invadía y entristecí…
Entristecí porque me marchaba de un paraíso donde las casitas son circulares, cuyos tejados son cónicos y bien construidos a base de paja y cañas de bambú evitando cualquier posible gotera. Casitas que desde un punto de vista objetivo, son habitaciones con un par de camitas incomodísimas y un baño. Arañitas y hormigas forman parte de la casita y por suerte, sin mosquitos.
En mi vida habré sudado tanto como en estos tres días, a veces algo incómodo, otras me gustaba. Sin camiseta, bajo un sol que parecía contarme toda su vida en cada uno de sus penetrantes rayos UVA, empapado de sudor como si de una ducha se tratara, miraba la polea mientras tiraba de la cuerda, con decisión, con ímpetu como si me fuera la vida en ello con el fin de sacar agua del pozo, llevármela en un cubo y echármela por encima consiguiendo así, ducharme en ese pequeño aseo encharcado, con barro acumulándose y todo salpicado. Pero yo feliz con mis duchas de agua recién sacada de un pozo.
La verdad es que la nostalgia que me invadía no solo era por lo ya descrito, ni por las caminatas en pleno bosque en busca de chimpancés que nunca vimos o visitando aldeas que abrieron sus puertas sin dudarlo tras el permiso concedido por el jefe de cada una de ellas…
El viaje en cuestión lo realizamos un grupo de 12 jóvenes procedentes de diferentes partes de Latinoamérica, siendo yo el único español. De ahí se formaron como pequeños grupos entre personas que congeniaron más unos con otros y en mi caso, junto a otras 3 chicas (Argentina, Chile y Perú) surgió un vínculo tan intenso que no nos separamos en ningún momento.
“Los Cotingos”, “Los Catingudos”, “Catingones”… Nos llamábamos cariñosamente aludiendo la peste a sudor que desprendíamos la mayor parte del tiempo ya fuera en el bus de un lugar a otro, durmiendo juntos, caminando por la selva etc.
Juntos fuimos y volvimos varias veces a la cascada, recuerdos que me llenaban de alegría y es que no solo lloraba por nostalgia en lo alto de la camioneta. Los cuatro… prácticamente inseparables, comíamos, cantábamos casi a todas horas del día (en realidad cantaban ellas, yo solo me enamoraba del momento y del lugar mientras las escuchaba).
Mientras la camioneta nos alejaba y yo me despedía, ellas estaban dentro cantando de nuevo! Esa fue la primera vez que no estaba con ellas en uno de sus “directos” y mientras eso ocurría…
Me vinieron en mente dos momentos clave, dos momentos mágicos y entrañables que transcurrieron junto a Ibra, Ifru, Ibru (nunca nos salió su nombre y le llamábamos de alguna de esas tres maneras).
El primero… en nuestra primera ocasión en la cascada donde bajo la misma, junto a Ifru por supuesto, le seguimos un canto y un baile que inició sin saber cómo ni por qué, supongo que en Peul, idioma de la etnia a la que pertenece. Ese momento pasó a ser de un simple baño bajo la cascada a un coro familiar, inquietante (pues ninguno de nosotros supimos que decía) y sorprendente…
Desde el recuerdo siento como si la unión de personas que se conocen de poco o nada, se fusionaron en un baile extraño y un cantico ¿Peules?, rompiendo barreras, fronteras, tabúes, costumbres… siendo los cinco un grupo de hermanos cantando y bailando bajo el agua.
El segundo momentazo que me vino en mente quizá no fue tan íntimo pero sí más divertido. Tras haber cenado esa misma noche, Ibra y uno de sus amigos decidieron enseñarnos una canción en la cual todos debíamos participar.
Para ello, uno debía iniciar el canto, el resto respondía y así sucesivamente le dímos forma a una canción en Peules cuya traducción sería tal que:
- Ibra: “Grupo!” – Diere!
- Nosotros: “Si?” – Naam?
- Ibra: “Grupo!” – Diere!
- Nosotros: “Si?” – Naam?
- Ibra: “Grupo, donde quiera que vayáis, allí iré” – Diere, endin kayanre da wo, in yaday!
- Nosotros: “Grupo!” – Diere!
- Ibra: “Si?” – Naam?
- Nosotros: “Grupo!” – Diere!
- Ibra: “Si?” – Naam?
- Nosotros: “Grupo, donde quiera que vayáis, allí iré” – Diere, endin kayanre da wo, in yaday!
Y así sucesivamente, mientras un ritmo a base de percusión en la mesa acompañaba la canción.
En su idioma la frase completa sería tal que:
Diere! Naam? Diere, endin kayanre da wo, in yaday!
Y poco a poco mientras las cervezas se consumían, varios senegaleses más quisieron unirse a nuestra mesa dejando de lado lo que estuvieran haciendo para enseñarnos más canciones las cuales, su dificultad para pronunciarlas (desde nuestro punto de vista) nos impidió aprenderlas con un mínimo de decoro para que saliera algo bonito de ahí.
Sin embargo esa noche no solo fue la primera que pasamos en Dindefelo, fue también la primera en la que interactuábamos con personas ajenas a nuestro grupo de viaje y como si de toda la vida nos conociéramos, pasamos un buen rato entre música y percusión, cerveza y risas, pasándolo genial.
Mis recuerdos saltaban de un día a otro sin orden cronológico alguno creo que afectados por cada bache, frenazo, charco de agua, ramas que esquivar y/o saludo por parte de quienes nos veían pasar con la camioneta. Le sonreía al paisaje mientras me secaba alguna que otra lágrima que se me escapaba sin previo aviso cuando ya creía tenerlo todo emocionalmente controlado.
Nunca había jugado a futbol en un campo tan malogrado, repleto de hierba, matojos, caquitas de vaca, baches, montículos y descalzo. Sin embargo no me pinché ni arañé los pies en ningún momento. Simplemente trataba de reconocer a quienes pertenecían a mi equipo (ya que todos me parecían iguales, me fijaba en su ropa o calzado) y jugar lo mejor posible con un balón prácticamente deshinchado. No aguante más de media hora… el calor siempre puede conmigo.
No vimos chimpancés pero si alguna manada de babuinos. A lo largo de las caminatas por la montaña visitamos pequeños poblados, repletos de niñas y niños con una sonrisa de par en par, con unas miradas curiosas y penetrantes, quizá tímidas por parte de alguna niña o triste por parte de alguno más pequeño el cual no sabía que estaba ocurriendo ni quienes eran aquellos extraños que les visitaban.
Presenciar la sencillez de sus vidas, la humildad de su día a día y la dureza de sus obligaciones cultivando, triturando maíz, lavando ropa, cuidando de los niños, ganado (el cual siempre anduvo suelto como si nada por todos lados), horarios que dudo sean tan asfixiantes como en Europa etc, me mostró su libertad, una distinta a la que a nosotros nos venden en países más desarrollados… me mostró una felicidad casi primitiva, sencilla y profunda basada en divertirse y jugar con lo poco que tienen. No creo que su vida en esos poblados fuere fácil… pero lo parecía.
A ratos me daban ganas de bajarme de la camioneta y meterme campo a través, ver los pequeños poblados que dejábamos atrás, saludar a todo el mundo y devolver todas las sonrisas con las que siempre te saludan. Por lo que vi en esa parte del Pais Basarri, aquella más en contacto con la naturaleza, carecía del concepto «pedir limosna» que tanto agobia en el resto de Senegal.
Cuando quise darme cuenta, era hora de bajarse de la camioneta para dirigirnos al Delta de Saloum. Nuestro viaje por Senegal debía continuar y un capítulo de tres días concluía, dando paso al resto de sorpresas que nos aguardaba Senegal.